domingo, 29 de agosto de 2010

Detalles (III)

Si las calles son arterias, sus habitantes no pueden sino ser sangre, distribuyéndose desde el corazón hasta las extremidades, llenando de oxígeno sus pulmones y dotando a Lisboa de color y vida.

No ayudan estas imágenes a generar un concepto global, delimitan y condicionan, culpa mía, pero todas estas personas, perros, gatos y hasta palomas, por alguna u otra razón pidieron a gritos sin saberlo un espacio en mi memoria, construyeron mi viaje y parte de mis recuerdos, por eso se lo agradezco.

Esta vez la selección es amplia, barrios nuevos, barrios viejos y alrededores.



















Con ellos termino mi recorrido por Lisboa, espero que al menos hayan servido para alimentar la curiosidad de quienes no la conozcáis, y quién sabe, puede que también formen parte de vuestro viaje alguna vez, de momento se quedan en mi mochila.


jueves, 26 de agosto de 2010

Detalles (II)

Puede que las construcciones emblemáticas hagan las guías, pero son los lugares, los rincones y sobre todo los instantes, quienes hacen Lisboa.








No solo de la capital vive la cámara, otra maravilla imprescindible es Sintra, con detalles de cuento de hadas.





Aún a riesgo de desmontar mi propia tésis, Los Jerónimos y Los Descubridores. Tan emblemáticos o tan íntimos como nosotros queramos.




Y cómo no, la vista que nos regalan la noche y el río. La mejor forma de terminar el día.


Son solo unos pocos ejemplos de lugares escogidos casi al azar, todavía queda la parte más importante, su gente. Es algo que dejaremos para el final si no os importa.

lunes, 23 de agosto de 2010

Detalles (I)

Cuando viajo me obsesiono por los detalles. Huyo del monumento y me centro en las muescas de sus piedras, al fin y al cabo, esa estatua, esa catedral o ese castillo, están retratados en decenas de guías, pero esa imperfección, esa pintada o ese grupo de gente, no. Esos son los detalles que hacen que tu viaje sea tuyo.

En Lisboa ese concepto adquiere completas dimensiones.

Las ciudades hablan a través de sus habitantes, hablan de su pasado, presente y futuro. Podría definirse como una relación simbiótica entre persona y entorno, pero me gusta más compararlo con una relación sentimental.

Un primer viaje a una nueva ciudad, siempre que haya química, significará una etapa dulce en la que todo resulta apasionante. Cada rincón descubierto es una aventura y todos tus recuerdos se archivan adulterados por un velo brillante. Con el paso del tiempo, la fascinación inicial dará paso a la comprensión. Asimilarás lugares, comenzarás a elegir tus favoritos y tratarás de acomodar tu modo de vida en su función. En un siguiente estadio, lo realmente apasionante será disfrutar de la estabilidad que te proporciona.

Todas estas fases generan residuos tras de sí, la ciudad los incorpora a su fisionomía y es a través de ellos cuando nos habla. Tenemos que saber escuchar.

Con Lisboa, comprensiblemente, permanezco en la primera base. Y no es baladí, porque para aquel que viaje a la capital lusa pensando en detalles, va a hartarse de ellos.

He decidido establecer tres categorías para poder enseñaros algunos, a saber, intervenciones urbanas, gentes o animales, y lugares. Comienzo por la primera.









Me abstengo de comentarlas porque son muy fácilmente interpretables y porque, como con los detalles, cada cual siempre ve lo que quiere ver. Pronto la segunda parte.

jueves, 19 de agosto de 2010

Distorsión de posibilidades

Es nuestro hermano pequeño.

Esa es la sensación que, desde el sofá, me daba Portugal.

Huelga decir de antemano que el sesgo de mis impresiones lo marcan 8 días edulcorados con aires de road movie y la pertenencia a una generación con más interés en lo que entra por sus narices, que por sus ojos, así que el márgen de error por el que oscilen estas palabras quizá requiera una red de seguidad que no estoy dispuesto a colocar. Siempre puedo echarle la culpa a mi sistema educativo.

Hace semanas, en una conversación que aún me incomoda recordar, un grupo de gente se deshacía en agasajos para con los países orientales, son muy guarretes, decían entre carcajadas, tragos y caladas. Sufrí uno de esos episodios a lo Ally McBeal en los que un yunque de la marca Acme cae sobre sus cabezas. Es típico. Cómo va a ser de otra manera. Si lo nuestro es lo mejor del mundo, lo de los demás tiene que ser, consecuentemente, lo puto peor. Y barriendo para nuestro país vecino, la perspectiva se extiende a los gallos y a las toallas. Guarretes al menos sabemos que no son, con algo se secan después del baño.

Sería absurdo plantear una oda a las excelencias del país luso, habiendo solo probado las de su capital y durante un breve periodo de tiempo, así pues, es algo que no voy a hacer. Lo que sí he podido categorizar gracias a esos pequeños detalles son nuestras propias carencias, que al fin y al cabo es lo único que debería importarnos. Me limitaré a reseñar algunos de los aspectos que más me han llamado la atención, no haré siquiera un diario de viaje, porque a nadie le importa.

Lisboa desprende melancolía, la desagradable sensación de que fue dada en adopción en un orfanato mientras Londres o París crecieron con las mejores familias. Incendios y terremotos se ocuparon de ponerle zancadillas en el patio del colegio y llegó a la universidad sin saber muy bien qué carrera escoger. Se casó pronto y mal. Se divorció. Ahora es soltera y con muchísima historia a sus espaldas, pero los desengaños han forjado su introversión y necesitas conocerla por dentro para enamorarte.

El primer obstáculo con el que te encuentras, es el del idioma... Y te lo encuentras tú solito, porque pronto descubres que los portugueses no tienen el más mínimo inconveniente. No solo la mayor parte de la gente con la que me topé se manejaba con el español de andar por casa, sino que si eso fallaba, no había ningún problema en retomar la conversación en un perfecto inglés. Perfecto por su parte, claro, porque gracias a nuestro acento castizo y a nuestro amor por el doblaje (profesión que por otra parte me encanta) somos incapaces de pronunciar correctamente sin que nos miren con una mueca condescendiente. Descubres, de hecho, que en el momento en el que saben que eres español, hacen todo lo posible por hablar pausado y en el idioma que tú elijas. Igualito que en mi casa.

Como imaginaréis, con el paso del tiempo, la sensación de comodidad es solo la antesala de la vergüenza cada vez que manifiestas tu nacionalidad. Mi portugués de andar por casa debe andar tirado debajo del sofá... Pero nada de eso importa, porque el volumen de gente simpática por metro cuadrado es abrumador, y eso incluye gasolineras, cafeterías y los siempre arriesgados servicios de transporte público. Aunque puede que fuese por nuestra pinta de turistas, sabe Dios.

Otro aspecto que llama la atención es la tranquilidad que se respira, y no por ser sitio tranquilo, sino por la que desprende su gente. Es bien sabido que este es un punto en el que discordaremos con casi cualquier país, por algo todos vienen al nuestro de fiesta, seguramente a desahogar las ganas con el mismo ímpetu que en los suyos propios exijen guardar silencio. En realidad no creo que sea cuestión de bandos, sino de dedos de frente. Sea como fuere, daba gusto pasear a cualquier hora. Lisboa transpira paz.

Su gente joven es enérgica y sobradamente preparada. Amistosos y con ganas de comerse el mundo. No pierden los anillos y su actitud destila gota a gota la necesidad de alcanzar una meta, solo para poder llegar a la siguiente. Me viene a la cabeza una joven pareja del barrio de Alfama.

A primera hora de la mañana encontramos un café a la vuelta de la esquina, entre edificios viejos y mimetizado con su entorno, como todo en Lisboa. Entramos a desayunar y alucinamos con su decoración, mezclaba la recepción de un hotel de principios de siglo con la biblioteca de tu abuelo, pintado de forma vanguardista en verde marino y blanco. Convivían en la misma mesa de madera añeja un candelero azul celeste con un cirio violeta. Un cristal protegía un mantel interior elaborado de forma artesana juntando viñetas y páginas de cómic. Curiosamente el Akira, de Katsuhiro Otomo. Esa era nuestra mesa, cada una era distinta.

Estos labrados parecen antiguos, decíamos. Sí, pero restaurados. Seguro que no tiene demasiado tiempo. Ya, pero mira la barra, es muy antigua. ¿Sería antes un bar?, el resto no lo parece. La barra es de bar, eso fijo, y no tiene pinta de haberse movido de aquí en lustros.

Terminado uno de los mejores cafés de desayuno que haya probado, y después de pasearnos por sus libros, preguntamos a los camareros, la joven pareja. Nos contaron que ese bar perteneció a una poetisa lusa, que lo tuvo durante media vida y al morir cerró, ellos compraron el local y decidieron sacarlo adelante, llevaban abiertos cuatro días. Un buen ejemplo de lo que quiero contar.

La foto de aquella mujer bohemia y fumadora aún preside una de las paredes.

Fue a la salida de ese local precisamente, dónde se nos presentó otro buen ejemplo del siguiente aspecto que me gustaría reseñar de Lisboa. El trato a sus animales. Gandhi dijo, "la grandeza de una nación y su progreso moral, pueden ser juzgados por la manera en que se trata a sus animales". Ese hombre, además de un gran asesor estilístico, tenía toda la razón del mundo.

Aquél personaje se llamaba Ramón, seguimos su pista gracias a su perrita callejera, de raza sorpresa. Tiraba de un carro lleno de periódicos y cartones viejos y para nuestro asombro, hablaba un perfecto castellano con acento luso andaluz. Nos llamaba paisanos. Sería español, suponemos. Ramón nos habló de su perra, que la encontró por la calle y se la llevó a casa, precisamente la dueña del bar que acabábamos de dejar le había dado 7 euros "para los animales". A ésta me la encontré yo justo cuando estaban a punto de abandonarla, nos dijo. Vi al dueño y le dije, no puedo consentir que se quede sola, así que me la llevé. Tengo en casa otros dos perros y tres gatos, solo de ver un animal pasándolo mal me lleva los demonios. No puedo con ello.

En Lisboa, y al menos en la zona del Algarve que yo visité, la relación de sus gentes con sus animales era precisamente definible como armoniosa. No daba la sensación de ver mascotas, o animales de compañía, la sensación era la de cruzarte con otro habitante más. El punto culminante fue ver a un grupo de tres perros que cada mañana se iban a buscar solos de casa en casa, y salían a darse su paseo, "serán colegas o algo". Mi amor por los animales adultera este punto, pero creo que no he visto una relación así en ninguna otra parte. Vivo y me he criado en un país en el que todavía es debate si divertirnos asesinando toros o no, qué puedo esperar. Y sí, sé que en Portugal también se practican corridas, pero no los matan.

Como todo, el viaje también tuvo un punto menos bueno. Hay mucha pobreza. Así como moralmente me traje la sensación de que estuvieran muy por encima de nosotros, socialmente hay muchas carencias. La mendicidad por el centro y el barrio antiguo es abrumadora (ni hablo de las afueras, que no visité, pero de las que supe), y hasta en ese aspecto no dejan de sorprenderte.

Dos hombres pedían en la calle, a su vez trabajaban con una segueta sobre una tubería oxidada colocada en vertical por un soporte. Nos acercamos curiosos. Estaban recortando monedas. Monedas de todo el mundo, canadienses, americanas, inglesas, alemanas... Aislaban la figura central de los bordes, dejando un círculo de metal con una silueta recortada en el centro, convirtiéndolas en colgantes. Si el dólar americano tenía un águila, un águila, si el canadiense una goleta, una goleta. Era un trabajo minucioso de artesanía, cada moneda les ocupaba horas. Un gran ejemplo del uso de sus limitados recursos.

En fin, como decía al principio, si es que todavía queda alguien por aquí, todo esto no sirve sino para darse cuenta de nuestras propias limitaciones, la idea común de creernos por encima de nuestras verdaderas posibilidades. Una cerrazón que nos hace aislar el mundo real del que nos montamos en la cabeza y vivir en consecuencia, haciendo ruido sin dar nueces.

Es el egocentrismo la mayor de las caretas. A más egocentrismo, más vacío interior. Eso es justo lo que no encontré en mi viaje y eso es justo lo que veo a patadas cada vez que aquí me levanto por las mañanas. Una distorsión de las posibilidades.


miércoles, 18 de agosto de 2010

Amores de verano

Siempre son iguales.

La atracción es inmediata, la sensación agobiante de saber que vuestro tiempo se acaba hace que todo se precipite y tomas decisiones sin pararte a pensar en las consecuencias. La conexión es pasional y desarrollas cierta capacidad para saltar entre sentimientos como en una rayuela, siendo posible lo más cálido, y lo más frío. Solo una linea de tiza desdibujada separa tus emociones.

Mi amor este verano han sido las bocas de riego de Lisboa.

Fueron unos días increíbles que no se volverán a repetir, jamás habría imaginado unas vacaciones así...

Pese a todo regresé empapado de una sensación agridulce. Un poso incómodo. Puede que sea el miedo a poner los pies en el suelo.

Al llegar a casa me encontré con esto.


Entonces supe que las cosas verdaderamente importantes siempre están contigo allí donde vayas.

Ojalá el próximo verano vuelva pronto.